Cuando oímos decir a un hombre que es Dios, tenemos enseguida cinco posibilidades de reacción: Primera, ese hombre está loco; segunda, es un criminal, que pretende abusar de la credulidad de otros; tercera, se asegura que lo ha afirmado, pero en realidad no lo ha hecho; cuarta, lo ha dicho, pero no quería decir eso exactamente, y quinta y última, «lo es verdaderamente».
Se trata, pues, exclusivamente de saber cuál de estas cinco posibilidades es la que tenemos en este caso. Y hemos de reconocer que, a priori, la última posibilidad es la más inverosímil de todas. Aquí, sin embargo, no se puede tratar de verosimilitud o inverosimilitud, sino de la máxima certidumbre posible. ¿Un loco? Sería el tipo de megalómano, del maníaco de grandezas. Es un tipo clínico muy conocido. Pero cualquier psiquiatra, que estudie la personalidad de Cristo, tendrá que reconocer que aquí encontramos algo así como lo opuesto al tipo de megalómano.
Un megalómano no es humilde. No guarda silencio acerca de su idea fija, sino que habla de ella constantemente. Sólo después de tres años de convivencia constante pregunta Cristo a sus apóstoles quién creen que es Él, y cuando Pedro el impulsivo exclama: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo», se lo confirma. Además, pensar que toda la sabiduría que nos ha revelado es el pensamiento de un demente, es un insulto a la inteligencia humana.
¿Un criminal? Quien pretende hacer creer a los demás que es Dios o un dios, pretende o poder o riqueza. Nadie ha podido afirmar jamás que Cristo hubiese buscado la riqueza. Poder, sí, el título de rey se lo ofrecieron varias veces. Lo rechazó. ¿Pero es que no dijo nunca que era Dios? ¿Quizás los textos que se refieren a ello son apócrifos? No sólo falta toda prueba para esta suposición, sino que sabemos que fue condenado por el sanedrín precisamente por eso, porque se «atribuyó» ser Dios. Tuvo todas las oportunidades para desmentirlo, para rectificar. Habría salvado Su Vida, si hubiese rectificado. En lugar de eso, lo confirmó expresamente: primero ante Caifás y después ante Pilato.
Con esto queda ya eliminada la cuarta posibilidad de que «en realidad no quiso decir eso exactamente». Precisamente en este caso habría rectificado sin ninguna duda. A esto hay que añadir que era judío y hablaba a judíos. Y un judío no podía hablar como por ejemplo hoy algunos sectarios de «lo divino en el yo». Dios y el hombre eran conceptos claramente separados y el solo nombre de Dios era tan sagrado, que nadie podía pronunciarlo.
Las cuatro primeras posibilidades son imposibles. Por tanto, sólo nos queda la última: que Cristo era lo que decía: Dios.
jueves, 25 de octubre de 2007
lunes, 22 de octubre de 2007
Mantequilla y mermelada
El cuento se torció nada más empezar. En el día más trascendental de su vida, mientras desayunaba, a Caperucita se le resbaló la tostada de entre las manos y se manchó de mantequilla y mermelada su único vestido de terciopelo rojo.
No dejándose arrastrar por el desánimo, decidió seguir adelante con el recado de su madre y llevar, pese a todo, la cestita con comida a casa de su abuela. Resolvió, sin embargo, que no podía salir a la calle de esa guisa y quedar reflejada, para siempre, en las ilustraciones de los libros infantiles con un lamparón de semejante calibre. Por eso, ni corta ni perezosa se puso su ropa favorita, la de los Sábados por la noche: Minifalda negra, medias de rejilla sobre zapatos de tacón y una chaqueta, torera con ombligo al aire, que dejaba entrever un atrevido escote.
Y ocurrió la desgracia. El cazador, hombre aguerrido y de buen corazón donde los haya, ante la visión de esta sexy y descocada protagonista, sufrió un ataque de locura pasajera. Así, no pudiendo esperar a su turno al final de cuento para salir a escena, raptó, sin plantearse demasiados conflictos morales, a la pobre Caperucita. Tanto le latía el pulso, que no la dejó ni llegar a la linde del bosque.
Mientras el lobo feroz languidecía escondido en una curva del camino, la guardia civil movilizó a todos sus efectivos. Dos mil trescientos hombres con un ridículo tricornio negro, al mando del bigotudo capitán Peláez, removieron suelo y tierra buscando a la rubia adolescente. El dispositivo tuvo éxito, tan sólo dos días después el hombre de camisa a cuadros fue detenido cuando intentaba coger un avión con destino a Cancún.
Caperucita, visiblemente emocionada, protestó bastante la detención.
Lamentablemente este fenomenal despliegue de fuerzas fue aprovechado por el lobo feroz que, aburrido de mirar al reloj y coger frío agazapado entre los arbustos, se lanzó a una orgía de matanzas, devorando a todo personaje del cuento que quedaba por ahí. Así, la abuela, la madre y cuarto y mitad de una butifarra de la cestita de la protagonista de este cuento fueron engullidos sin piedad.
Finalmente, ante semejante despropósito de cuento, al desconsolado escritor del mismo no le quedó más remedio que dejar a un lado el libro que podría haberle dado fama eterna y conformarse con publicar su historia en un modesto blog.
Todo por una tostada de mantequilla y mermelada.
No dejándose arrastrar por el desánimo, decidió seguir adelante con el recado de su madre y llevar, pese a todo, la cestita con comida a casa de su abuela. Resolvió, sin embargo, que no podía salir a la calle de esa guisa y quedar reflejada, para siempre, en las ilustraciones de los libros infantiles con un lamparón de semejante calibre. Por eso, ni corta ni perezosa se puso su ropa favorita, la de los Sábados por la noche: Minifalda negra, medias de rejilla sobre zapatos de tacón y una chaqueta, torera con ombligo al aire, que dejaba entrever un atrevido escote.
Y ocurrió la desgracia. El cazador, hombre aguerrido y de buen corazón donde los haya, ante la visión de esta sexy y descocada protagonista, sufrió un ataque de locura pasajera. Así, no pudiendo esperar a su turno al final de cuento para salir a escena, raptó, sin plantearse demasiados conflictos morales, a la pobre Caperucita. Tanto le latía el pulso, que no la dejó ni llegar a la linde del bosque.
Mientras el lobo feroz languidecía escondido en una curva del camino, la guardia civil movilizó a todos sus efectivos. Dos mil trescientos hombres con un ridículo tricornio negro, al mando del bigotudo capitán Peláez, removieron suelo y tierra buscando a la rubia adolescente. El dispositivo tuvo éxito, tan sólo dos días después el hombre de camisa a cuadros fue detenido cuando intentaba coger un avión con destino a Cancún.
Caperucita, visiblemente emocionada, protestó bastante la detención.
Lamentablemente este fenomenal despliegue de fuerzas fue aprovechado por el lobo feroz que, aburrido de mirar al reloj y coger frío agazapado entre los arbustos, se lanzó a una orgía de matanzas, devorando a todo personaje del cuento que quedaba por ahí. Así, la abuela, la madre y cuarto y mitad de una butifarra de la cestita de la protagonista de este cuento fueron engullidos sin piedad.
Finalmente, ante semejante despropósito de cuento, al desconsolado escritor del mismo no le quedó más remedio que dejar a un lado el libro que podría haberle dado fama eterna y conformarse con publicar su historia en un modesto blog.
Todo por una tostada de mantequilla y mermelada.
Nicolás
Este es un lindo cuento que me encontré en un blog
Con sus ocho años recién cumplidos Nicolás se caía una vez cada día. Ni una más ni una menos. Todas las mañanas, antes de ir al colegio, acababa con su cuerpo por el suelo.
Por eso, Nicolás, siempre tenía el cuerpo lleno de tiritas y moratones.
Sus padres se preocupaban. Habían recurrido a los mejores especialistas: neurólogos que calibraron su cerebro, traumatólogos que comprobaron la solidez de sus rodillas, otorrinos para valorar su equilibrio… Y ninguno de ellos encontraba la solución.
Buscaban mal. La solución no estaba en su cuerpo. Estaba en su colegio. Y es que, cada vez que llegaba a su clase con una nueva herida y la guapísima profesora, Julia, lo veía, se repetía el mismo ritual.
-¿Ya te has vuelto a caer Nicolás?
- Si seño, al bajar las escaleras
- Ven anda, que te de un beso que lo cura todo.
Y Nicolás sonreía.
http://borronycuentonuevo.blogspot.com/
Con sus ocho años recién cumplidos Nicolás se caía una vez cada día. Ni una más ni una menos. Todas las mañanas, antes de ir al colegio, acababa con su cuerpo por el suelo.
Por eso, Nicolás, siempre tenía el cuerpo lleno de tiritas y moratones.
Sus padres se preocupaban. Habían recurrido a los mejores especialistas: neurólogos que calibraron su cerebro, traumatólogos que comprobaron la solidez de sus rodillas, otorrinos para valorar su equilibrio… Y ninguno de ellos encontraba la solución.
Buscaban mal. La solución no estaba en su cuerpo. Estaba en su colegio. Y es que, cada vez que llegaba a su clase con una nueva herida y la guapísima profesora, Julia, lo veía, se repetía el mismo ritual.
-¿Ya te has vuelto a caer Nicolás?
- Si seño, al bajar las escaleras
- Ven anda, que te de un beso que lo cura todo.
Y Nicolás sonreía.
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