lunes, 22 de octubre de 2007

Mantequilla y mermelada

El cuento se torció nada más empezar. En el día más trascendental de su vida, mientras desayunaba, a Caperucita se le resbaló la tostada de entre las manos y se manchó de mantequilla y mermelada su único vestido de terciopelo rojo.

No dejándose arrastrar por el desánimo, decidió seguir adelante con el recado de su madre y llevar, pese a todo, la cestita con comida a casa de su abuela. Resolvió, sin embargo, que no podía salir a la calle de esa guisa y quedar reflejada, para siempre, en las ilustraciones de los libros infantiles con un lamparón de semejante calibre. Por eso, ni corta ni perezosa se puso su ropa favorita, la de los Sábados por la noche: Minifalda negra, medias de rejilla sobre zapatos de tacón y una chaqueta, torera con ombligo al aire, que dejaba entrever un atrevido escote.

Y ocurrió la desgracia. El cazador, hombre aguerrido y de buen corazón donde los haya, ante la visión de esta sexy y descocada protagonista, sufrió un ataque de locura pasajera. Así, no pudiendo esperar a su turno al final de cuento para salir a escena, raptó, sin plantearse demasiados conflictos morales, a la pobre Caperucita. Tanto le latía el pulso, que no la dejó ni llegar a la linde del bosque.

Mientras el lobo feroz languidecía escondido en una curva del camino, la guardia civil movilizó a todos sus efectivos. Dos mil trescientos hombres con un ridículo tricornio negro, al mando del bigotudo capitán Peláez, removieron suelo y tierra buscando a la rubia adolescente. El dispositivo tuvo éxito, tan sólo dos días después el hombre de camisa a cuadros fue detenido cuando intentaba coger un avión con destino a Cancún.

Caperucita, visiblemente emocionada, protestó bastante la detención.

Lamentablemente este fenomenal despliegue de fuerzas fue aprovechado por el lobo feroz que, aburrido de mirar al reloj y coger frío agazapado entre los arbustos, se lanzó a una orgía de matanzas, devorando a todo personaje del cuento que quedaba por ahí. Así, la abuela, la madre y cuarto y mitad de una butifarra de la cestita de la protagonista de este cuento fueron engullidos sin piedad.


Finalmente, ante semejante despropósito de cuento, al desconsolado escritor del mismo no le quedó más remedio que dejar a un lado el libro que podría haberle dado fama eterna y conformarse con publicar su historia en un modesto blog.

Todo por una tostada de mantequilla y mermelada.

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